Herrajes de acero prensado
en las fraguas del
rendimiento afligido,
que destronando cerraduras
ceñidas,
llenan la noche de hurtos
y gritos
en aquellas frases
escondidas y concebidas
en el taller de los ruidos
resecos
de las gargantas llenas de
espuma.
Rezuman olores mezclados de
desconcierto
entre tiernos estertores
de los cuerpos
que claman a lo lejos, la
libertad vedada
de los somnolientos tornasoles
nacarados.
Halos de luz encerrados que
se encuentran
para no perecer de desidia
en cada amanecida.
Razones injustas que no
nos dieron
o que tal vez, tuvimos y
las perdimos
por vacilaciones e
ingratos reproches
que regurgitaban de
nuestras ansiedades indignas.
Necedades que sustentan
las venas
por donde transitan los
cortos espacios
de nuestra existencia, que
nos conducen
a las autopistas que
parten la tierra en dos;
segmentando tu parte y la
mía
como si de un corte de un
rayo se tratase.
Teclados que nos ofrecen
fluidos armoniosos
para dejar impregnados los
instantes
que nos deja la vida
a cada paso que damos.
Y en cada paso, en cada
jadeo
que nos deponen las
lágrimas,
pasamos del mar al cielo
o de la dicha a la rabia;
o simplemente,
pasamos de la alegría a la
pena.
Y pasamos. Pasamos.
Pasamos pasando de todo o
de nada
sin mirar atrás, sin ver
lo que dejamos
o lo que nos podría pasar.